La Ninfa, el pueblo sin nombre y mil montañas

6 de agosto
Stelvio (Italia) - Cortina d´Ampezzo (también)
323 kms




Es un placer muy placentero despertarse por encima de las nubes, a más de 2700 metros sobre el nivel del mar que, por desgracia, no se puede repetir todos los días si vives a nivel de mar.

Esta vez tocaba encontrarnos en la cima con más amigos, Ana y Luis y otra pareja cuyo nombre no consigo recordar.
Así que después de departir un buen rato con unos y con otros y tras recibir las curas en mi padrastro de mi amigo Paco (te debo medio viaje) enfilé en solitario camino de los Dolomitas, a ver si encontraba a Pilar y Jose, que ya te he dicho antes que estaban por la zona.





























En vez de a ellos, en una curva cualquiera, lo que encontré fue un lago en el que en su día habitaba una Ninfa. Nada del otro mundo, pensaréis vosotros. Pues sí, porque resulta que ésta era bellísima y cantaba divinamente, por lo que un día un hechicero se enamoró de ella como un tontaina. La Ninfa, no le hacía ni caso, que en eso las ninfas se parecen mucho a las mujeres. A algunas. Así que intentó secuestrarla con el viejo truco de hacer brillar un arcoiris encima del lago mientras él se escondía. Al final, la Ninfa le vio y se piró con sus cantares y su belleza a otra cosa mariposa y el hechicero se cogió un berrinche que no puedes imaginar (o sí) por lo que rompió el arcoiris en mil pedazos y lo tiró al agua.
Y eso a mí me vino bien, porque gracias a las calabazas de la Ninfa, el lago de Carezza es ahora de este color







El lago de Carezza te da la bienvenida a los montes Dolomitas. Son una pasada. No se parecen en nada a ninguna otra cordillera porque tienen una apariencia muy singular. Sus cumbres son tímidas y se ocultan, en ocasiones, tras las nubes. Y te vuelves loco con las curvas, para un lado, para otro, un puerto, otro, otro, otro... y las cimas de Lavaredo te vigilan y el hermoso Pordoi te espera y la Marmolada te observa...
Fue en la cima del Pordoi. Estaba respirando todo el aire dolomítico para llevármelo en mis pulmones. Aquello era paz bendita. Daba miedo sufrir una sobredosis de aire tan puro.
Cuando, por desgracia, tuve que arrancar la moto para partir prometí que algún día volvería... y yo acostumbro a cumplir cuanto prometo.

















Esto que te voy a contar, te lo cuento sin acritud. Los ingenieros de caminos de la zona tienen un sentido del humor estupendo. Se inventan curvas imposibles, vierten asfalto donde es impensable hacerlo, te llevan a lugares extraordinarios, dibujan cruces detrás de cualquier pino... y luego está el chiste de los tornanti, las curvitas esas que uno sabe dónde empiezan pero nunca cuándo terminan. La cosa es que es fácil desorientarse, sobre todo si vas despistado, como voy yo siempre, disfrutando un poquito de todo.Tienen guasa las carreteras de la zona, ya te digo, sin acritud.

Yo no podía imaginar que el sentido del humor de los ingenieros de caminos de la zona me fueran a ayudar a cumplir una de las promesas que yo prometí. Y es que en algún cruce debí equivocarme o debí hacer un tornante dos veces, pero la cosa es que cuando me quise dar cuenta estaba otra vez en la cima del Pordoi respirando el aire puro y tal. Prometí volver pero, la verdad, no esperaba hacerlo tan pronto.
Así que me fui, otra vez, de la cima del Pordoi, sin promesas esta vez no fuera que la volviera a cumplir, de nuevo, el mismo día.








Lo bueno de viajar por un entorno tan natural es que cuando el instinto le ordena a uno marcar el territorio, uno se baja de la moto y lo marca. Yo decidí hacerlo en un cacho senda rodeada de flores y altas montañas que no salen en los mapas porque no llevan a ningún sitio. Cuando iba a regresar a mi ruta divisé, a lo lejos, un cacho campanario. Como hubieras hecho tú, exclamé: -¡oh!
Y me acerqué.
Debajo del campanario, sosteniéndolo, había una pequeña iglesia. Y algunas casas. De madera. No se veía a nadie. No había coches. Tampoco ninfas o amigos como en la cima de las montañas. Sin embargo, aquel pueblo no estaba abandonado, todo estaba limpio, todo estaba cuidado. Paré mi moto en una estrecha calle cualquiera y una cortina se movió tras una ventana. Un señor barbudo y curioso me observaba. Amable, respondió a mi saludo. Siguió observando. Seguí paseando. Siguieron los movimientos de cortinas y saludos. Se siente uno raro en un sitio tan raro lleno de gente tan rara. Es como si estuvieran en cuarentena. Sin embargo, me sentía cómodo.
En tal escenario, intenté conseguir algún ángulo difícil para hacer alguna foto. Las barbas de los señores que me observaban tras las ventanas de las cortinas mostraron sus sonrisas.
Todo esto es muy raro.
Finalmente arranqué mi moto y me fui. Las cortinas volvieron a descansar ocultando a los señores barbudos. O, quizás, ocultándome a mí, no sé bien.
Salí por la única entrada que tenía el pueblo de las casas de madera. Intenté averiguar su nombre. Yo creo que no tenía. Volví a pasar por el lugar desde el que sólo se veía un cacho campanario y pedí disculpas.
Disculpas por haber marcado el territorio, el del pueblo, sin nombre, de las casas de madera con cortinas que escondían señores barbudos que sonreían.
No era mi intención molestar, pensé. Y me fui.























Yo quería dormir en Cortina d´Ampezzo, la Perla de los Dolomitas y sede de las Olimpiadas de invierno de 1956. El valle en el que se encuentra es espectacular. La ciudad demasiado grande para mi gusto. Pregunté por el hotel-spa Alberto Tomba. No había. Y como no había, dormí en una casa que alquilaba habitaciones a las afueras después de regatear el precio con una señora seria y malhumorada que me quería cobrar un potosí por el desayuno pero que accedió a dejarme dormir y marcharme en ayunas.





Áuryn pasó la noche en una cabaña, de madera. Antes de acostarme, me descubrí observándola tras la cortina de mi habitación en Cortina. Sonreí y me acosté pensando en que no sabía qué tenían los Dolomitas que me hacían tan feliz.